Víveres
Ese lunes, escuché la alarma
y me levanté casi de un salto. Hoy tocaba formarse.
Salí de mi casa temprano por
la mañana y caminé dos calles hasta el punto de control.
Saludé con desgana a
“Jhovany” y a “Brayan”, los guardias en turno, y me formé junto con los demás,
cerca del camión de provisiones. Ese día, me tocaba una bolsa de arroz, una de
frijoles y dos latas de verduras en conserva. El aire era frío y el cielo era
de un azul sucio y deslavado. No había nubes.
Antes de llegar a la fila,
dos señoras comenzaron a gritar y a golpearse: gritaban que necesitaban más
para sus hijos y su familia, pero dos chicos con pistola las alejaron y
gritaron que “si seguían chingando, no les va a tocar nada, pinches viejas locas”.
Las señoras se calmaron y tomaron su parte con furia en los ojos. Al llegar al
frente, saludé a Carlos, un vecino que se había enlistado con el Cartel.
-Hola, Juanito, ¿cómo está
tu mamá?
-Bien, Don Carlos- dije- ya
sabe.
-Sí, no te preocupes, ya ves
que nos tratan bien, hasta eso. –Y me pasó una bolsa extra de frijol. –Va de mi
cuenta, hijo. Eres un buen muchacho-. Y se despidió de mí con un gesto mientras
pasaba otra ración a una anciana. Salí de la fila y caminé hacia mi casa,
pensando en el frío. Llevamos por lo
menos un año así. Cerraron la avenida principal y las entrecalles y por al
menos dos días no dejamos de escuchar los disparos. Después, un hombre con el
rostro cubierto vino a decir que nuestro gran amigo y vecino “El Comandante”
iba a cuidarnos muy bien. Cerró el acceso al Metro, no dejaba pasar a
desconocidos y a personas del gobierno y de vez en cuando escuchábamos de
encuentros con los militares, que daban por perdida mi colonia y otras diez de
alrededor. Pero eso sí, ni un solo zombie en las calles.
No siempre fue así, claro: al principio murió
mucha gente. El Gobierno estaba de cabeza y no sabía qué hacer con tanto muerto
y tanto muerto-vivo. Un día las noticias dejaron de pasar en la televisión y la
radio sólo sonaba con una señal de emergencia. Nos quedamos incomunicados por
lo menos una semana, sin saber si nuestros amigos o familiares seguían con vida
del otro lado de la ciudad. Y entonces, una tarde, se escuchó el rugido de un
vehículo pasar por la calle: era una de esas camionetas blindadas grandes en
las que iba montada una ametralladora. Detrás de ella, otras cinco camionetas
más pequeñas con el estridente sonido de la música de Banda. Con las ventanas
abajo, de ellas sobresalían los cuernos de chivo. Alrededor de nosotros se
escucharon los disparos y nos agachamos en el suelo lo más que pudimos, hasta
que el sonido cesó por completo. Esa noche, cerca de la plaza de la iglesia,
juntaron los cuerpos y quemaron a todos lo que encontraron ese día. El olor era
nauseabundo, como a carne sanguinolenta que se pudre dentro del refrigerador. Días
después, pasaron a cobrar.
-Señito, buenos días- dijo
una voz chillona del otro lado de la puerta-. Mi madre bajó a abrir y soltó un
“Jesús bendito” al ver a un chico casi rapado con pantalones holgados y una
playera sin mangas; llevaba un cuchillo grande en el cinturón y una escuadra en
las manos.
–Vengo de parte de su amigo el Comander, el que nos ayudó con los
muertitos. Dice que si quiere seguir viviendo aquí, que tiene que pagar su
cuota o que el chamaco nos ayude en unas cosas-.
-No mi Juanito, está
chiquito- replicó mi madre, llorosa.
-Pues que le chingue si
quieren seguir aquí- dijo el chico. –Ándele cabrón, que ya está grandecito-
dijo, metiéndose a la casa y jalándome de la playera para que saliera. –Ahorita
vengo, mamá- dije, siguiendo al chico hasta una camioneta blanca. Me subí,
reconocí a otros dos chicos que vivían cerca y anduvimos por otras colonias,
repitiendo el mismo mensaje una y otra vez. Sólo en dos ocasiones el chico, de
quien ahora sabía su apodo: el “5000”, tuvo que usar el cuerno de chivo para
golpear a un padre de familia en la cara y para darle un tiro a otro en la
cabeza. –Al Comander no le gusta la violencia, joven, pero pues ¿uno qué puede
hacer si lo atacan?- respondió y dio la media vuelta, dejando a la pobre esposa
y a los hijos llorando. Así pasaron varios días.
Con el tiempo, nos fuimos
haciendo a la idea de que el Gobierno nos había abandonado. Para sorpresa de
todos, un día llegaron a tocar nuestra puerta, diciendo que ahora teníamos
internet de nuevo. Inmediatamente, todos tratamos de comunicarnos con amigos y
familia, pero muy pocos obtuvimos respuesta. Supimos de un tío al norte, en el
Estado, quien ahora trabajaba para otro Jefe de la zona; se había mudado a una
casa más grande que había quedado abandonada y comía bien todos los días.
Incluso ahora recibía algunas pequeñas cuotas. “No desespere, mija-decía a mi
madre- un día de estos vamos por usted”. Pero un día dejó de responder. Nos
enteramos al día siguiente que un encuentro entre los ahora llamados
“narco-gobernadores” dejó a más de cincuenta muertos tirados en el piso. No
supe si mi madre empezó a llorar porque la cámara apuntó a un cuerpo que
llevaba una playera que mi tío tenía o, que en ese momento, los zombies se lo
estaban comiendo.
A veces hablo con amigos en
otras partes. Me dicen que están bien, que están a salvo. Que ahora trabajan
para los Jefes y los tratan con respeto. Uno me mandó una foto con una
camioneta que parecía nueva y un arma pintada color dorado. Después de eso, no
supe más de él. El internet viene y va de vez en cuando, al igual que la luz,
pero al menos tenemos comida y agua para sobrevivir. Rodrigo, un chico de mi
cuadra, dice que detienen los camiones con provisiones en la carretera y
obligan a los camioneros a conducir hasta nuestras colonias. Una parte de mí no
está feliz con saber que le robamos la comida a otros, pero ¿podemos hacer algo
más? De vez en cuando miro hacia las montañas, hacia el sur. Sé que del otro
lado hay otras ciudades más pequeñas, pero no sé cuántos de ellos se
interpongan y no puedo irme, ya que mi madre no soportaría el viaje. Además,
escuché sobre guardias armados y que cualquiera que trata de irse es ejecutado.
Así que aquí sigo, como cada día, leyendo a través de rumores en foros sobre
que el mundo ya se fue a la mierda y que nadie sabe cómo solucionar el asunto.
Sé que un día dejaremos de tener contacto con el mundo exterior y que quizás
perderemos la luz, el agua y los camiones de comida. Entonces dependeremos de
nosotros mismos, pero me da miedo pensar que quizás ya no nos queda mucho
tiempo.
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