#RetoRayBradbury - Semana 16-


El Hombre Viejo iba caminando despacio por la calle, con la Cruz al hombro,  esperando poder descansar.

            A su alrededor, todo los miraban: mujeres llorosas y sonrientes, niños con helados y dulces, hombres con cerveza y camisas con su imagen en una celebración que se le antojó algo horrible. ¿Cómo era posible que disfrutaran con su sufrimiento? Miró por un segundo sus pies, hinchados y sangrantes, llenos de ampollas por el calor y sintió un calambre en sus hombros, pero no podía detenerse; la Cruz era muy pesada para él y nadie se acercaba a ayudarle. La gente le chiflaba y gritaba palabras de apoyo, pero con un dejo burlón y una sonrisa oculta entre labios. Al Hombre Viejo le repugnó.

            La calle era amplia y la multitud había hecho un sendero para él, una línea que no podía dejar de seguir hasta el último minuto. Bajo el sol del mediodía, el sudor corría por su frente y su cuerpo se sentía demasiado cálido para soportarlo. Quiso gritar, pero su cansancio se lo impidió, ni siquiera cuando sus piernas se vencieron y cayó al suelo. La multitud soltó un gemido de sorpresa, pero no osaron ayudarle. Entonces su espalda escoció ante el golpe del látigo y sintió algo cálido corriendo por ella. Al mismo tiempo, no pudo sostener más su vejiga y se orinó en la túnica, para sorpresa y risa de todos. La gente lo señalaba con el dedo y los hombres soltaban risas e improperios de borrachos; los niños simplemente no prestaba atención y las mujeres mayores lloraban con verdadera pena, pero en sus ojos se podía ver el aburrimiento y el hastío de estar vestidas de luto en el calor del mediodía. El Hombre Viejo hizo acopio de levantarse sosteniendo la Cruz para apoyarse y para cuando se levantó y siguió caminando, empezaba a sentir algo nuevo, algo que hasta ese entonces estaba oculto en la parte más recóndita de su corazón.

            Pasaron largas horas en las que el Hombre Viejo sufrió dolores mientras se acercaban al destino final de la comitiva: un monte en la ciudad, donde podría finalmente descansar. Llegó exhausto tras escalar el sendero que lo llevó a la cima y su cuerpo cayó al suelo, entre risas. Dos hombres lo latiguearon de nuevo y lo levantaron por los sobacos, arrastrándolo hasta la punta del monte, donde lo recostaron y sus ojos no podían ver debido a la intensa luz. Dos hombres tomaron su cuerpo y lo colocaron encima de la Cruz, acomodando sus piernas y sus brazos, amarrándolos con cuerda gruesa. El Hombre supo lo que venía y mordió sus dientes para no gritar, pero cuando el primer clavo atravesó su mano derecha, gritó con todas las fuerzas de su corazón, dejando caer lágrimas de tristeza y dolor que corrieron por sus mejillas y cayeron al suelo seco de piedra y grava. El siguiente fue casi una bendición porque hizo que se desmayara unos minutos y así no logró sentir el clavo que atravesó ambos pies.
            Una vez asegurado, siete hombres levantaron la Cruz hasta acomodarla en la punta del monte. Ahí, el hombre abió los ojos y miró toda la campiña a su alrededor: kilómetros de ciudad a la distancia y debajo de él, a sus pies y siguiendo el sendero del monte, miles de personas caminaban riendo (¡riendo!) para verlo sufrir, para verlo llorar. La música sonaba fuerte y casi burlona debajo de él; las ancianas lloraban y los hombres no dejaban de beber cerveza. Dos niños le lanzaron piedras y otros se burlaban, haciendo poses parecidas a como él se encontraba. Una burla, se dijo, una maldita burla. Cerró los ojos y pensó en algo, una disculpa, una plegaria, pero en su mente sólo se apabullaba aquél sentimiento desconocido, infectándolo, haciendo temblar sus miembros. Al abrirlos de nuevo, su cuerpo estaba completamente lleno de ese sentimiento. Y por fin supo su nombre. Furia.

            -¡BASTA!- gritó el Hombre Viejo, derribando a toda la multitud con el sorpresivo grito, tan fuerte como un terremoto. Los niños comenzaron a llorar y la multitud miró incrédula al Hombre que tenían frente a ellos, lastimado y furibundo. -¡¿ESTO SOY PARA USTEDES, UNA BURLA!?- algo dentro de sí gritó al Hombre Viejo que se detuviera, que respirara y comprendiera, pero ya era inevitable. -ESTOY HARTO DE USTEDES, DE LO QUE HAN HECHO. ¡NO MERECEN SER SALVADOS!- y en cuanto pronunció estas palabras, el Sol se ocultó tras nubes de oscuridad eterna y el Hombre Viejo bajó de la Cruz. Detrás de él, una luz rojiza apareció en el horizonte y cerró los ojos para no ver y se tapó los oídos con las manos para no escuchar los gritos de terror y muerte que se alzaron al cielo en todo el mundo.
           

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