Tlalpan
Una noche de
verano, me encontraba caminando por Tlalpan. Era joven, tenía
dinero y, debo confesarlo, estaba caliente. En mi cartera llevaba dos billetes
de 500 pesos, lo suficiente para por lo menos unas dos horas de acción, pero
por más que caminaba, no encontraba una que me llamara la atención: muchas de
las chicas eran de rostro genérico, con vestidos baratos, mal maquillaje y cara
de odiar cada segundo de estar ahí. Algunas, por supuesto, eran hombres, y no
todas realmente lo ocultaban, especialmente esa de metro ochenta con brazos
musculosos que me guiñó el ojo.
Después
de una hora de caminar sin decidirme, encontré a una joven: era bonita y
pequeña, de piernas delgadas, busto medio y cabello negro. Me miró con algo de
curiosidad y preguntó si quería algo. Saqué un billete y le propuse ir a un
sitio más privado. La chica me miró de nuevo y comenzó a reírse, para después
tomarme del brazo y decirme que me llevaría a su lugar favorito. No me
importaron las miradas de las señoras santurronas o de los hombres que miraban
a la chica, luego a mí, y en sus ojos notabas la envidia. Estaba en la cima del
mundo.
La
chica comenzó a llevarme hacia uno de los famosos túneles de Tlalpan, la forma
de cruzar al otro lado de esa enorme avenida. Admitiré que nunca había entrado
a uno de esos y sentía algo de aprehensión, pero la joven pareció notarlo y
puso mi mano sobre su cadera y en sus ojos adiviné una expresión que me hizo
querer seguirla donde fuera. Así que cortésmente ofrecí de nuevo mi brazo y la
joven lo tomó con delicadeza, sonriendo. Le pregunté su nombre, pero con un
gesto de su mano me hizo saber que no había nada qué decir. Bajamos los
escalones y el sonido de los autos y los pasos de las personas comenzaron a reducirse
hasta que llegamos al fondo, donde una luz azul pálido no permitía ni una sola
sombra en el lugar. El túnel era más largo de lo que pensaba al verlo desde
fuera: a los lados estaba lleno de cortinas con negocios, algunos abiertos, la
mayoría cerrados. Los tacones de la chica hacían eco por el pasillo y el
sugerente movimiento de sus caderas me hizo querer entrar en acción allí mismo,
pero tuve que limitarme a seguirla. Al llegar a la mitad del túnel, había una
puerta de metal pintada de blanco; la chica tocó tres veces y la puerta se
abrió para encontrarme con una habitación como nunca la hubiera imaginado desde
fuera, ya que por dentro tenía un tapiz con madera, sillones de terciopelo
rojizo y una alfombra morada en el piso. Era acogedora, pensé.
La
joven entró y se quitó los tacones, indicándome con un gesto que cerrara la
puerta. La cerré y comencé a quitarme la corbata, pero la chica me detuvo y me
llevó al sofá grande, donde nos sentamos. La luz pálida que entraba por la
puerta apenas iluminaba la habitación, por lo que sólo veía su silueta. Se
acercó a mí y me besó; sentí su cálida lengua en mi boca y mis manos fueron
directo a su cuerpo. La chica ronroneó y se sentó en mis piernas, quitándose el
vestido en un segundo; su cuerpo brillaba en su desnudez y sentí sus piernas
apretándome mientras me besaba una segunda y una tercera vez. Le ayudé a
quitarme la ropa y me perdí en su abrazo por tanto tiempo que me pareció
interminable.
Desperté
desnudo y recostado en el sofá; la chica no se hallaba por ninguna parte. Creí
que me había robado, así que comencé a buscar mi ropa, pero no pude hallarla.
Al fondo del cuarto, en una caja, encontré un traje extraño, por cierto: era
una especie de tela plastificada (o al menos así lo sentí en mis manos) junto
con un casco que se ajustaba al tamaño de mi cabeza. A la luz pálida del túnel,
vi que la tela era de un tono verde militar. En la misma caja, habían unas
botas gruesas. Me vestí lo más rápido que pude y mi piel sintió asco al sentir
aquella ropa tan extraña: se sentía por dentro como la piel de una serpiente.
Al ponerme el casco, sentí una bocanada de aire y me di cuenta: era un traje
espacial. Caminé hacia la puerta y al abrirla y salir al túnel, la puerta se
desvaneció justo detrás de mí. Miré al túnel y estaba completamente iluminado,
como siempre, pero todas las cortinas estaban cerradas. Avancé hacia el lado
por donde entré y me encontré con una enorme reja de hierro; y del otro lado,
escombros, bloqueando el acceso. ¿Qué había pasado?
Regresé
sobre mis pasos y mientras me acercaba a la otra salida, comencé a escuchar
ruidos provenientes de afuera: estallidos, gritos, y un extraño sonido del
viento, casi como un aleteo. Llegué a la base de las escaleras y lo único que
vi fue el cielo oscuro, ligeramente rojizo. No se escuchaba nada. Algo dentro
de mí se estremeció, un instinto, algo que me decía que las cosas no estaban
bien, pero tenía que verlo por mí mismo, así que subí los escalones lo más
despacio que pude y ese mismo instinto me hizo cerrar los ojos y aferrarme al
barandal. Cuando mis pies descansaron sobre el concreto, abrí los ojos y me
encontré con algo que no podía creer: todo estaba a oscuras y deshabitado; los
edificios estaban en ruinas y llenos de una especie de enredaderas que lo
cubrían todo, desde el suelo y los edificios hasta los raíles del Metro y las
rejas de protección. A lo lejos, se escuchó un estruendo y después del
silencio, el aleteo de antes. Sólo que esta vez eran cientos y el sonido se
dirigía hacia mí.
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