#RetoRayBradbury -Semana 13-



-Atiendan mis palabras, hijos míos, y escuchen, pues mis palabras son sabias- dijo el chamán, muy serio, mirando la fogata y los ojos de los rapaces frente a él.

            Hace mucho tiempo, en la Noche de la Noche de nuestros Días, nuestros antepasados vivían en comunión con la Madre y con la Tierra. Los abuelos de los abuelos de sus abuelos vinieron de un lugar muy lejano y cálido, caminando, comiendo raíces y frutas, siguiendo a nuestros hermanos animales y guiados por la Luz del Cielo- y señaló justo hacia arriba, a la altura de su cabeza, donde una brillante luz blanquecina iluminaba el cielo nocturno. Los rapaces miraron con asombro y luego bajaron la mirada con respeto-.

            "Esta Luz es nuestra amiga, nuestra Madre Oculta, y siempre está con nosotros cuando nos encontramos en momentos difíciles. Nos guió durante la Noche más Oscura, mientras encontrábamos nuestro camino entre las praderas grandes y los páramos amarillos, bebiendo agua salitrosa y comiendo carne podrida. El trayecto era duro, lleno de peligros, pero nuestra Madre nos llevó por los caminos más fáciles, por los vientos más suaves y por los montes en donde nos regocijamos con el agua más dulce y fría y nos bendijo con nuestros compañeros animales, quienes nos ofrendaron su piel y su carne para cuidarnos".


"Y así pasaron cientos de años".


"Nuestros Abuelos, después de viajar  por incontables días y noches, llegaron a las planicies", y señaló hacia abajo de la montaña, desde donde la luz de la Luna tocaba gentilmente la pradera, dándole un color plateado muy tenue, resaltando en las oscuras rocas aquí y allá, hasta detenerse en la falda de la montaña. Los niños suspiraron al notar el tenue olor de las Flores Tímidas, aquellas que sólo mostraban su aroma dulzón y tranquilizador en las noches más oscuras. El hombre del otro lado de la fogata también las olfateó y por su mente pasó un recuerdo de su infancia.

            "Así es, hijos míos, estas flores nos dieron la bienvenida en una noche tan oscura como ésta, en la que nuestros Abuelos llegaron aquí rendidos, luego de viajar por las praderas sin una gota de agua, sin nada qué comer y con sus esperanzas perdidas. Aquí fue donde nuestra Madre Oculta nos mostró ésta montaña, donde hicimos nuestras casas y recuperamos las fuerzas: comimos de sus faldas, bebimos su sangre en el riachuelo. Nos dio tierra para buscar raíces y cobijo en nuestras cuevas; le debemos todo a la Madre Oculta y por eso cada ciclo le rendimos honor". Entonces el Anciano se cubrió con una máscara quizás algo más vieja que él y su abuelo juntos y lanzó un polvo secreto a la fogata. Las llamas crecieron y las sombras se alargaron, uniéndose las unas con las otras. Los jóvenes alrededor de la fogata retrocedieron, pero en sus ojos podía verse una tranquilidad casi absoluta. El Anciano sonrió.

            "Ahora cumpliremos con nuestra parte del trato, hijos míos: Vida por Vida, así como fue prescrito en la Noche de las Noches". Levantó sus brazos y de un bolsillo secreto de su túnica extraño un pequeño pedazo de roca, brillante y transparente, aunque algo tosca. Con ella, hizo un movimiento en forma de medio círculo y pasó la punta de la roca sobre su palma, para después apretarla y dejar caer sangre desde su palma hacia el fuego. La sangre chisporroteó en el calor y un humo rojizo comenzó a brotar de la fogata; el hombre pasó la roca a los demás infantes, quienes hicieron lo mismo que el hombre; todos con el rostro serio, contemplando la sangre que desaparecía entre las llamas. Una vez terminada la primera parte del ritual, todos se levantaron respetuosos y miraron el humo rojizo que se perdía en la oscuridad, esperando. Ahora venía la parte que todos temían.



Abajo, entre los matorrales y en las paredes de la montaña, la gente contenía el aliento. Esperaban silenciosos lo que estaba por venir. Mucho dependía de lo que ocurriera aquella noche, y esperaban, rogaban a sus dioses grandes y pequeños, que la Madre Oculta fuera benévola éste ciclo. Lo sabrían en algunos minutos. Los hombres tragaron saliva, las mujeres abrazaron a sus pequeños contra su seno, dormidos con una ligera dosis de Hierba de la Melancolía para no hacer ruido, y todos, absolutamente todos, esperaban.

            El Anciano apagó la fogata y desapareció en la noche. Los jóvenes, asustados, aguzaron el oído, esperando escuchar aquello que sus hermanos mayores habían escuchado en otros ciclos. Tenían miedo en sus corazones y pensaban en sus hogares. De pronto, en la planicie, se escuchó un rugido atronador,  que hizo temblar la tierra a los pies de los jóvenes y resonó contra la montaña, impactándose y entrando en las cuevas, inspirando temor. Los jóvenes retrocedieron y se apegaron contra la pared de la montaña, tomando de sus taparrabos sus cuchillos de piedra, lanzando una plegaria en su mente hacia los Dioses Mayores y Menores, que los protegieran por el resto de la noche.
            Gracias a la luz de la Luna, pudieron ver una sombra moviéndose a gran velocidad por la planicie; sus movimientos eran ágiles y corría en línea recta hacia la montaña. Una vez más, aquí rugido se volvió a escuchar y los jóvenes se esparcieron, trepando la pared de roca o rodeándola para moverse hacia el bosque que estaba detrás. Desde las sombras, el Anciano asintió y murmuró unas palabras para sí: "Bendícenos, Madre Oculta, por la Vida que te damos y la Vida que nos devuelves".


El bosque estaba completamente a oscuras. La luna se filtraba apenas por entre los árboles y la maleza, dejando a la vista un lugar lúgubre y lleno de peligros. Los jóvenes que entraron al bosque conocían cada tramo del mismo desde que eran pequeños: cada rama caída, el tronco de cada árbol, dónde encontrar comida y agua, los nidos de aves y cómo evitar la guarida de Garra Roja, el Señor del Bosque. Sin embargo, excitados por el miedo y el deber, huían a ciegas, tropezando y dejando rastros que hasta el menos ducho de los cazadores pudiera seguir. Algunos se lanzaron hacia los troncos y treparon, moviéndose entre las ramas, para después detenerse y tratar de contener el aliento. Abajo, en el suelo, nada se movía, incluso el ruido parecía haberse ido de aquél lugar. De súbito se rompió el silencio y una figura comenzó a moverse por el bosque. Se movía rápido, como una serpiente, buscando a sus presas. Los de los jóvenes lograron vislumbrar a la criatura  por la tenue luz que lo iluminaba de tanto en tanto: tenía la piel escamosa y grisácea y se movía en cuatro patas. Uno de ellos logró ver una figura parecida a la humana y otro una cabeza como la de un lagarto, con ojos brillantes y fauces llenas de dientes enormes. Sus pisadas sonaban huecas y esponjosas en el mullido pasto del bosque nocturno y se mantenía siempre avanzando, deteniéndose un momento para olfatear sus alrededores, giraba la cabeza en todas direcciones y luego continuaba. Cuando pasó a uno de los chicos, éste suspiró aliviado y bajó del tronco hasta tocar tierra; una vez abajo, fue derribado por la espalda por la criatura y gritó de miedo y sorpresa al sentir cómo la criatura hendía los dientes en su hombro, escuchando el sonido de sus propios huesos al ser masticados. Antes de perder la conciencia, notó un aroma muy desagradable proveniente de la criatura y en sus últimos momentos, miró su propio brazo siendo devorado a mordiscos por el monstruo.

            El grito de dolor alertó a los otros presentes, quienes comenzaron a moverse, inseguros de su posición. Uno de ellos saltaba por entre las ramas, convencido de que la criatura no lo alcanzaría, hasta que una dentellada arrancó su pierna y el joven cayó al vacío, desnucándose en un instante. Aunque los demás no se detuvieron, escucharon con horror cuando la criatura comenzó a desmembrar al infortunado y con horror apretaron los dientes al escuchar el crujido de huesos delgados en una mandíbula fuerte. Y luego vino el rugido: fuerte, casi físico, que los derribó al suelo por unos segundos, aturdiéndolos. Se incorporaron despacio y siguieron moviéndose hacia la parte más profunda del bosque, alejándose de la montaña. En la parte profunda la vegetación se volvía más y más raquítica: los árboles eran viejos y el pasto llevaba muerto una eternidad. Desde arriba se notaba una luminiscencia azulosa que dificultaba ver los obstáculos y creaba sombras por doquier; más de uno de ellos cayó al trastabillar con rocas o troncos. Y detrás de ellos, el bufido de la bestia, acercándose cada vez más.

            Uno a uno, los jóvenes fueron desapareciendo entre las sombras y la luz azul; sus cuerpos quedaban mutilados y medio devorados uno detrás del otro, regando la sangre caliente y pegajosa en el suelo, las plantas y los árboles. Lentamente, a medida que la criatura se iba alejando, la Vida despertaba en aqué bosque antiguo: gusanos e insectos salían de sus madrigueras en el suelo y trepaban a los cuerpos, comiendo su carne y bebiendo su sangre. Luego llegaban los carroñeros, animales pequeños que tomaban las sobras de lo que la criatura dejaba y luego desaparecían para dar paso a los depredadores, animales de pelo grueso y dientes feroces que rasgaban la carne y lamían la sangre de huesos y músculos hasta que no quedaba más. Para cuando la Vida había terminado de absorber la carne joven del muerto, quedaba un rastro de sangre humana que se perdía en todas direcciones. El bosque entonces tomaba su verdadera forma, una vez que la luz desaparecía y el sol comenzaba a salir por detrás de la infausta montaña: un bosque completamente rojo, vibrante, cuya fuerza podía sentirse aún en las cuevas del otro lado.

El Anciano salió de su escondrijo y desde la cima contempló el espectáculo: los rayos del Sol acariciaban primero a los árboles más altos, para después llenarlo todo con su luz cálida. El hombre se arrodilló y levantó las manos al cielo, lloroso, agradeciendo a la Madre y a la Tierra que su sacrificio fuera aceptado. A lo lejos, en el borde del bosque, Garra Roja hizo su aparición y levantó las enormes garras carmesí. Levantó una de sus patas contra el árbol más antiguo de todos y lo rasgó con fuerza, dejando salir incontables litros de sangre que alimentaron el valle y permitieron que la Vida continuara una vez más, hasta el próximo ciclo. Y en las sombras, la criatura descansaba en su madriguera, escuchando el rítmico golpeteo de los tambores que anunciaban que tendría que descansar de nuevo hasta que la Madre Oculta exigiera su alimento.


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