#RetoRayBradbury -Semana 8-

Luz Roja.



Caminaba en medio de una ciudad a oscuras, en busca de la luz roja.


Las calles se encontraban vacías y abandonadas, invadidas por el susurro del viento nocturno que corría libre por entre calles, avenidas y caminos. Mis pasos resonaban contra las paredes de edificios abandonados hace ya mucho tiempo: reliquias de una época que ya se había perdido y que quizás nunca volvería. Pero entre ellas, había un destello de esperanza: la luz roja.

Había caminado un largo tiempo, desde la parte alta del valle, bajando a través de desfiladeros, siguiendo la línea descolorida de lo que alguna vez había sido una autopista. El concreto se había resquebrajado y tenía que andar despacio para evitar tropezarme y caer contra el suelo. La luz de mi linterna no podía hacer demasiado para alumbrar la ilimitada oscuridad que se cernía a mi alrededor. Podía sentirla dentro de mi propio cuerpo: lenta, pegajosa y sucia, escabulléndose por entre las comisuras de mis pantalones, por entre los agujeros de mi chaqueta roída, entrando por mis fosas nasales, cubriéndome de dentro para afuera. Y, aun así, había bajado a la ciudad porque había visto una noche entre las noches una luz roja brillante a lo lejos. 


Caminaba en una especie de sopor pesado y no lograba diferenciar la realidad del sueño. Desde las ventanas sin luz, creía ver siluetas moviéndose, escondiéndose tras sombras tan impenetrables que no podía distinguir más allá de mi propia mano. El cielo, por otra parte, estaba cubierto de millones de estrellas, tantas como esta ciudad no había visto en siglos: constelaciones que sólo podían verse a través de poderosos telescopios, ahora sólo con mirar hacia arriba podía maravillarme con miles de luces que iluminaban un mundo apagado y quizás ya muerto. Sin embargo, seguía caminando.

Mis botas resonaban contra el pavimento, su sonido rebotaba contra las paredes y producía ecos extraños; aquí un movimiento en un arbusto, por allá, una silueta corriendo, casi asustada. Y por todas partes, la sensación aterradora de saber que alguien -o algo- estaba siguiéndote, con la mirada, con el olfato. Podía sentir en mi nuca la respiración de una criatura que no podía ver, pero que sabía estaba cerca, al acecho. Era, posiblemente, la única carne fresca en kilómetros a la redonda.

Avancé lo más rápido que pude, tomando mi linterna e iluminando mi camino: se desdibujaba una avenida gigantesca frente a mí, tanto que no podía ver el final de ella, mientras que a mi izquierda corría un raíl de lo que alguna vez fue un medio de transporte suministrado con electricidad. El cielo era completamente oscuro, pero de vez en cuando se notaban destellos rojizos en lontananza y, casi como un eco perdido, un grito agudo y lleno de desesperación. Contuve mi respiración unos segundos y avancé más rápido, sintiendo la oscuridad detrás de mí como una losa de peso incalculable. Para cuando comencé a correr, el miedo se había apoderado de mí y juraba escuchar tras de mí el sonido de miles de pisadas, la respiración pesada de decenas de criaturas y por lo menos un par de gruñidos hambrientos, deseosos de alimentarse. Para mi suerte, mis pasos me llevaron justo al lugar de donde la luz roja provenía: un edificio viejo y en ruinas, cuya luz lo iluminaba todo alrededor.

Para cuando mis pies tocaron la luz, la sensación de horror desapareció por completo: al voltear, no había nada frente a mí, pero sentía que algo se escondía en la oscuridad, acechando, esperando. Estaba fatigado, pero no deseaba quedarme tanto tiempo afuera, así que cubierto con la luz, entré en el edificio. Adentro, la luz proyectaba unos rayos débiles a lo que en algún momento fue una sala de espera, llena de sillas de plástico arrugado y viejo, venido a menos. El vestíbulo tenía un mueble de madera apostillada y llena de termitas, pero lo evadí y entré aún más, adonde la luz roja había dejado de iluminar. Encendí mi linterna y miré que había un pasillo que se adentraba aún más en el edificio, así como una escalera del lado derecho. Opté por la escalera tras escuchar el movimiento ligero de algo que parecía arrastrarse en el suelo del otro pasillo. Mis pisadas se escuchaban con un eco atroz de catedral mientras subía por las escaleras, aferrándome al barandal de metal oxidado. Sentí un pincho de dolor y noté sangre corriendo por mi mano, pero seguí subiendo hasta el tercer piso, donde no podía ver más allá de un piso de madera que crujió con demasiada fuerza mientras trataba de apegarme al metal y no pisar aquel sitio inestable. 

Un par de pisos más y llegué a una oficina completamente cerrada, cubierta con lo que parecía ser una enorme estampa de plástico. Al entrar, encontré un antiguo dispositivo de agua, el cual traté de activar, pero el agua que salió era, a la luz de mi linterna, cenagosa y olía mal. Adentro, miré filas y filas de escritorios donde quedaban los restos de antiguos aparatos electrónicos, así como sillas de las que sólo quedaba herrumbre. Al fondo de la oficina escuché movimiento y retrocedí, cubriendo la linterna. De pronto, noté que muchas sillas comenzaban a moverse, como si fueran golpeadas por algo al fondo, mientras que se escuchaba un golpeteo de algo moviéndose hacia mí. No dudé más y salí del lugar, mientras escuchaba un grito aterrador y el golpe seco de un cuerpo impactándose contra la puerta de grueso cristal. Se removió varias veces y por fin dejó de escucharse.

Finalmente, subí un par más de escalones y llegué al último piso, desde donde la luz roja se filtraba todo alrededor. Entré a lo que parecía ser un comedor antiguo: las mesas yacían desvencijadas en el suelo, así como los vidrios que dejarían ver una vista impresionante si alguna vez volviera la mañana. Cerca de las escaleras encontré una máquina rota de la que saqué un paquete de galletas que, para mi sorpresa, seguían conservándose. Las comí, completamente extasiado ante el azúcar que entraba en mi boca y el tenue sabor del chocolate que, aunque algo rancio, aún tenía un fuerte sabor. Busqué más en la otra máquina, pero no quedaba nada. Suspirando, caminé hacia el balcón desde donde podía ver la luz roja a mi derecha. El viento soplaba fuerte y entraba a través de los vidrios rotos, provocando un aullar del viento desde dentro. Agucé el oído para ver si algo respondía al aullar del viento, pero nada parecía moverse en el edificio. 

Afuera, había una habitación pequeña en el lado contrario a la luz, desde donde pude notar una tenue luz amarillenta. Me emocioné y tropecé mis pasos hasta abrir la portezuela, donde encontré una lámpara pequeña, un camastro viejo y maloliente y un pedazo de papel escrito que estaba sobre un mueble de madera vieja. Al leer el papel a la luz de la lámpara, comprendí el significado de la luz roja y lo que estaba por venir. No sentí nada; simplemente dejé el papel en donde lo encontré y salí a la noche ventosa.

Tomé una silla que parecía seguir manteniéndose estable y la coloqué lo más cerca que pude de la luz roja. Me sentí extrañamente cálido al verla, como si todo fuera a estar bien. Me recordaba un poco al fuego que los antiguos hombres habían descubierto: daba paz y calor, a pesar de la frialdad de la noche.  La luz titiló un poco y sentí que algo en el aire comenzaba a cambiar. La antena de donde la luz roja provenía comenzó a estremecerse y vibrar y la luz nunca dejó de titilar, hasta que de súbito se apagó y quedé envuelto completamente en las tinieblas.


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