#RetoRayBradbury -Semana 5-
Espiral.
Pasar un día en una oficina puede ser tremendamente tedioso, dependiendo
de ciertas circunstancias.
Y es natural, considerando que pasas de 8 a 10 horas diarias, 5 o 6 días
de la semana, sentado en una misma silla, mirando la misma computadora con el mismo
fondo anodino y genérico y esperando la siguiente acción. A tu alrededor, miras
a otros como tú: personas con historias propias, pero que aquí no son más que
números en una nómina, esperando lo mismo que tú.
El tedio aumenta conforme pasa la tarde; a lo lejos escuchas los sonidos
de una ciudad en movimiento y en tu rango cercano, escuchas susurros de
llamadas que no significan nada para ti hasta el momento en el que suena la
pequeña alarma que te despierta de tus ensoñaciones y comienzas a mover los labios,
recordando las palabras que llevas dichas por lo menos unas cien veces, con la
misma inflexión y la misma necesidad de llevar a cabo una idea y una acción que
difiere mucho de lo que de verdad quieres hacer. Escuchas el incesante tecleo
de cientos de teclados en una sola oficina, casi tan fuerte como explosiones en
tu mente, el tamborileo de los dedos, los clics del ratón desplazándose en un
pequeño cuadro de tela. Visto desde fuera parece algo muy poco común, ¿no te
parece? Afuera el mundo se mueve, el planeta gira, Apolo guía el carro del Sol
por toda la esfera celestial hasta que, cuando por fin termina tu turno, te
levantas y contemplas que el cielo ya se ha oscurecido.
Tomas tus cosas, apagas el ordenador y sales de la oficina, desde donde
bajas las escaleras siguiendo el paso de los otros empleados que, como tú, ya
terminaron su jornada laboral y sales al fresco de una tarde en la que quizás
necesites descansar un poco más. Piensas en el bar cercano, en el motel y en
las chicas de paso que rondan tu oficina, pero no estás seguro de si valdrá la
pena: son caras, has preguntado. En fin, diriges tus pasos hacia la parada más
cercana del autobús, donde tomas asiento y esperas a que llegue el siguiente.
Suspiras. Tienes hambre. La señora al lado tuyo te mira con molestia, como si
hubieras hecho algo que la hubiera ofendido, pero así son las cosas en la
ciudad, después de todo. Pasan cinco, diez minutos, y el maldito bus aún no
llega. ¿Qué tanto espera? Mientras estabas pensando eso, por fin aparece: las
puertas electrónicas se abren y tomas tu lugar en la fila, junto con la señora
ofendida y al menos otros tres individuos. Arriba, deslizas tu cuerpo por entre
las personas que decidieron quedarse atoradas en la puerta y te aferras al
pasamanos del pasillo con tu vida: un enfrenón y va a doler. Mientras el camión
avanza, observas la ciudad: las luces, los edificios, los autos, cientos de
luces que alejan la oscuridad y han borrado cualquier miedo al depredador y a
la noche, el peor enemigo de nuestros ancestros, o eso has leído en al menos un
par de revistas. Al mirar dentro del bus, sin embargo, no estás muy seguro,
porque hay por lo menos tres individuos que se ven un poco sospechosos. Claro
que los conoces, los has visto antes: la ropa holgada, la excesiva cantidad de
colgantes en su pecho, las gorras de baja calidad con nombres de marcas que
seguramente costaron apenas unas cuantas monedas. ¿Te sientes ansioso?
Quizás lleven un cuchillo o un arma y sólo deseas que se vayan. Por
suerte, uno se levanta y decide bajarse en una calle oscura. Respiras aliviado.
Ahora te centras en la música del bus, música popular que no es demasiado de tu
agrado pero te devuelve a la normalidad; al final del día, todos somos personas
que estamos cansadas y queremos a volver a casa, con nuestros seres queridos, a
quitarse la ropa de trabajo, prepararse un refrigerio y tomar un muy merecido
descanso luego del duro día. La paga, piensas. Espero la paga llegue pronto,
aunque sabes bien que apenas cobraste, pero ya tienes algunas deudas. La
televisión, los servicios, el auto, la casa... ¿no hubiera sido mejor un
departamento? Bueno, a estas alturas por lo menos tienes un lugar que puedes
llamar "hogar", aunque te quede a casi tres horas de distancia de tu
trabajo.
Por ahora ya anocheció totalmente y la gente se ve más cansada que
cuando se subió. Lograste hacerte de un asiento cuando una pareja joven bajó
cerca de un motel y ahora el camión se interna en la oscuridad de la autopista,
ese momento donde se cierran las puertas del bus y no se abren hasta llegar a
destino. Ahora hay mucha menos gente que antes: una chica escuchando música, un
hombre leyendo, una pareja de ancianos dormitando hasta el fondo y una señora
con dos niños que no dejan de gritar, por más que la mujer y el propio
conductor les griten que se callen. Afuera, ves las luces de la Ciudad por
entre los montes: una constelación de luces fijas en movimiento, hasta donde
alcanza la vista. Y encima, una luna casi llena que ilumina el camino y le da
un toque casi místico a lo que miras. Es bello, definitivamente, aunque
quisieras no estar tan agotado como para apreciarlo de manera total.
A estas alturas, la música de la radio comienza a fallar ligeramente y
el conductor apaga la radio. Ahora sólo queda el sonido del camión moviéndose,
de un ligero golpeteo en el fondo y tú comienzas a dormitar por unos minutos,
pensando en que llegarás a casa, prepararás algo de comer y luego atenderás a
tus hijos y esposa por un rato antes de ir a dormir temprano, no sin antes
tomar una ducha rápida, preparar la ropa del día siguiente y dejar en la mesa
un par de tortas para desayunar. Al recostarte, el colchón es como una nube en
extremo suave que te atrapa y te hace pensar que quisieras algo mejor, pero no
hay nada alrededor. Mudarse de ciudad es algo imposible y, entre el movimiento
de las sábanas y el roce de tu cuerpo con ellas, piensas que estás muy, muy
cansado. En tus sueños, puedes ver la misma imagen que viviste hoy una y otra
vez, en un ciclo infinito de imágenes que se difuminan con la luz artificial de
los autos y las luces de neón y halógeno del bus; viajas a través de tus
recuerdos una y otra vez, sin descanso, sin novedades, en una monotonía
interminable.
Te despierta una alarma espantosa y ruidosa mientras la Luna ilumina tu
rostro. Bostezas, preparas café y algo rápido para comer y te vistes. Despacio,
sin aparente prisa, tomándote todos los pasos con sumo cuidado, hasta el último
toque, cuando finalmente tomas tu mochila, cierras la puerta de enfrente de la
casa y caminas hacia la avenida, donde está esperándote aquél bus que conoces
tan bien, listo para comenzar el ciclo una vez más.
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