El Hombre que Corría
Cuando era pequeño, mi padre nos llevaba de viaje, fuera de la ciudad. Nos llevaba por la carretera, por caminos largos que no tenían mucho qué ofrecer a la vista de un niño. Sin embargo, al mirar por la ventana, podía ver al Hombre que Corría. Siempre con una sonrisa, mirando al frente, saltando, esquivando, derrapándose para evitar cualquier obstáculo, con una mirada llena de confianza en sí mismo y en sus habilidades. Lograba saltar tan alto que llegaba a los techos y seguía moviéndose sin detenerse mientras el automóvil siguiera su camino. Cuando el auto se detenía en un alto o al llegar a nuestro destino, el Hombre desparecía. Descansaba, preparándose para su siguiente carrera. Sin embargo, una vez, durante un viaje, al detenernos en un alto, el Hombre que Corría no desapareció. Se detuvo; frente a mí, del otro lado de la ventana, en la banqueta. Y me miró directamente a los ojos. Sonreía, pero su sonrisa era ancha y deforme; sus ojos no parpadeaban y sus pupilas eran completamente negras. Y en ningún momento dejó de mirarme ni de sonreír. Sentía que en cualquier momento iba a correr directo hacia mí y cerré los ojos para no ver el momento. Entonces el auto siguió su curso y el Hombre que Corría dejó de aparecer en mi vida.
Años después, mientras conducía por la carretera, miré de reojo por la ventana del conductor y entonces me estremecí al ver que el Hombre que Corría estaba ahí, siguiendo mi auto, moviéndose con tanta agilidad como siempre, esquivando, derrapándose y saltando como ninguna otra criatura que hubiera existido jamás. Al mirar nuevamente, el Hombre me estaba mirando y frente a mí, a unos metros de distancia, se encontraba una señal de alto. Justo antes de frenar, desapareció de mi vista. Empapado en sudor frío, miré el retrovisor, en los espejos y del otro lado del auto, pero no vi a nadie. Cuando el semáforo cambió de color, miré de reojo por mi ventana y noté de inmediato que el Hombre que Corría iba directo hacia mí.
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