#RetoRayBradbury -Semana 4-

Gruñón.


Como cada mañana, el Gruñón despertó en su habitación, soltó una flatulencia de esas que duran unos segundos y se levantó de su estera de paja. Se rascó el trasero y salió de su choza para mirar el bosque. Como cada mañana, no entendía por qué la gente llamaba a ese lugar "algo hermoso".

El Gruñón era una criatura simple en su propia inmundicia: era gordo, muy gordo, tanto así que su enorme panza tapaba sus pies rugosos y peludos. Su cara estaba cubierta de una inmensa barba sucia, llena de saliva, comida podrida e insectos. Tenía la nariz chata y gruesa, casi del tamaño de una berenjena y con el color de una, así como unos ojos grandes y hundidos en un rostro enorme y casi cómico. Sus orejas, por el contrario, eran muy pequeñas, lo que le daba un toque adefésico muy poco fuera de lo normal. Este Gruñón vivía de ir día tras día a una aldea al pie de la montaña, donde recibía algo de comer con tal de que dejara en paz a los aldeanos. Aquella mañana, salió de su choza y bajó al cobertizo que había hecho con troncos secos y tierra apisonada, en donde descubrió que ya no había comida. El Gruñón eructó y dijo con una voz tan grave que jurarías que nunca había conocido la diversión: "Voy por comida". Se vistió con una tosca camisa de lino que alguien hace mucho tiempo hizo para él y dejó sus posaderas al viento, pues los Gruñones no conocen el pudor. Bajó a través de un sendero en el bosque de robles y se acercó al linde de la aldea, donde las hijas de los granjeros recolectaban frutos y bayas alrededor. El Gruñón sonrió lascivamente: no era la primera vez que veía a las jóvenes y de vez en cuando se llevaba una a su choza para pasar el rato. Le gustaba que las chicas gritaran y pidieran clemencia.

El Gruñón salió de entre los arbustos y rugió con fuerza, lo suficiente para hacer huir a las chicas y tomar un par de cestas del suelo: los frutos eran rojizos y suaves y el Gruñón no tardó en devorar las dos cestas. Sonrió y se lamió los labios gruesos con glotonería mientras se encaminaba a la puerta principal de la aldea, donde una empalizada de madera lo esperaba. Ahí mismo encontró otra cesta, aún más grande, en la que había viandas de todos los tipos: queso, carne seca, vino afrutado y pan ligeramente seco. El Gruñón golpeó la puerta con sus nudillos, señal de que estaba satisfecho, y volvió al bosque.  Todo permaneció en silencio dentro de la aldea hasta que escucharon un grito de una joven pidiendo ayuda. Los hombres se limitaron a verse entre ellos y volvieron a sus casas sin pronunciar palabra.

Aquella noche, el Gruñón se sintió satisfecho mientras se levantaba de su estera de paja. La mujer al lado suyo yacía desnuda y lloraba sin parar desde hacía unas horas, pero él había dejado de prestar atención. Recordó que una vez trató de ser amable con una chica y ella lo dejó en cuanto cayó ebrio en el suelo. Nunca olvidaría el sonido de la cabeza de ella al explotar entre sus manos, como un melón. El Gruñón decidió salir para no escuchar los sollozos y fue a la laguna detrás de su choza. El agua era fría y estaba lodosa, pero al Gruñón le encantaba. Unos cuantos minutos después, salió y decidió que quería divertirse de nuevo, así que entró a la choza y tomó a la mujer por el cabello.  La chica gritó y trató de zafarse con todas sus fuerzas, pero poco pudo hacer cuando el Gruñón la tumbó en el suelo y comenzó a divertirse hasta muy entrada la mañana, cuando la joven ya había muerto de horror y asco. 

A la mañana siguiente, Gruñón encendió una pequeña fogata y sacó un caldero de peltre muy viejo y usado, donde lanzó algo de agua y unas hierbas que tenía en su jardín trasero. Después, comenzó a arrancar los miembros de la joven y los lanzó al caldero, donde soltaron un aroma suave, mezclado con un aroma agridulce, propio de la sangre. Un par de horas después, una vez que la carne se había secado, comió muy a gusto, limpiando los huesos y muslos de la joven en apenas unos bocados y eructó con alegría cuando el último hueso del brazo derecho quedó limpio.  Tomó la botella de vino y lo bebió de un trago, para terminar soltando una flatulencia fuerte y desagradable, que permaneció en el aire unos minutos. Nadie podía negar que era un monstruo feliz, cuando menos.

Gruñón siguió así por muchos años, aterrorizando al pueblo, violando jóvenes y comiendo carne humana o de ganado cuando le apeteciera; su bosque, que estaba lleno de vida, se llenó con los huesos de cientos de jóvenes doncellas, de huesos de animales y un hedor tan pestilente que nadie osaba acercarse, pues podían desmayarse o incluso morir. Sin embargo, un día entre los días, el Gruñón decidió ir por el otro lado de su bosque, maldiciendo mientras cruzaba el hermoso pinar que rodeaba su propiedad, sin notar la gentileza del arroyuelo donde solía pescar, ni la luz del sol del verano que se filtraba por entre las copas de los árboles. El Gruñón avanzó empujando árboles llenos de nidos de aves, aplastando los túneles de roedores con sus enormes pies y ahuyentando a los animales dueños del bosque. Se acercó a otra aldea, donde pudo ver campos de trigo de un amarillo dorado hasta donde alcanzaba la vista, llenos de mujeres rubias de caderas anchas y ojos tan azules como el cielo que tanto odiaba. 

El Gruñón entonces salió de entre la maleza y olfateó el aire: olía a mujer joven y a pan recién horneado. Sus tripas rugieron y comenzó a correr, ahuyentando a las jóvenes mientras reía por dentro. Al llegar a la entrada de la aldea, se encontró con una sólida puerta de hierro y muros de piedra con argamasa; frente a la entrada, había dos hombres con armadura, empuñando lanzas casi tan altas como él.

-¿¡Qué quieres aquí, monstruo!?- gritó uno de ellos, apuntando sus lanzas contra él.
- ¡JA! ¿Creen que esas varas pueden conmigo? - y de un manotazo las hizo añicos.

Los hombres retrocedieron y desenvainaron sus espadas. Uno de ellos lanzó un silbido agudo y   entonces el Gruñón se encontró con al menos una docena de hombres apuntándole con ballestas al pecho y a la cabeza. La puerta se abrió y otros diez hombres armados con picas, espadas y mazas aparecieron, listos para detenerlo.

El Gruñón simplemente se limitó a reír y, en su simplona mente, no llegaba a entender lo preparados que estaban aquellos hombres para enfrentarlo, así que se lanzó a pelear con gesto alegre y logró herir a por lo menos tres de ellos cuando la primera punta de ballesta se le clavó en el pecho. El Gruñón rugió y tomó a uno de los hombres para aplastarlo en un abrazo fortísimo, dejándole en el suelo aún vivo, pero con todos los huesos de su cuerpo rotos; empujó a otros contra la muralla y hacia el foso que rodeaba la aldea, mientras su espalda y hombros se llenaban de flechas. Sangrando, pero aún con su enojo y su estupidez guiándolo, se abalanzó sobre el resto de los hombres y logró entrar a la aldea, donde los hombres lo estaban esperando y lo acribillaron a cuchilladas y con flechas, algunas incluso envenenadas. 

Cuando el cuerpo del Gruñón cayó al suelo, borboteaba sangre y espuma por la boca, mientras trataba de hablar con gorgoteos y blasfemias. Finalmente, sintió cómo perdía la conciencia antes de lanzar una última flatulencia y dejar que su esfínter se relajara, dejando salir toda su inmundicia. Entonces, un segundo antes de ser decapitado por un hacha, el Gruñón sonrió para sí. Aún muerto, seguiría siendo un monstruo horrible y desagradable, pero sería un monstruo feliz, cuando menos.

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