#RetoRayBradbury -Semana 3-
Diecisiete.
No podía ver nada a través de la bruma. Era espesa, densa, casi podías
tocarla con la punta de tus congelados dedos. El único sonido que podía
escuchar era el del viento soplando y el crujir de la nieve fresca en el suelo,
mientras mis botas arrastraban mi paso por el camino, uno que pensé entonces
que no acabaría nunca. Las lecturas del traje eran poco prometedoras: 15% de
energía, nivel crítico de frío, coyunturas al borde de la congelación. Tiempo
estimado de vida: diecisiete minutos.
Caminaba pensando en que habían mandado una sonda a buscarme. Si bien la
tormenta podía interferir con los escaneos a tierra y la visibilidad era nula,
contábamos con los sensores de movimiento y los térmicos; mi calor seguro debía
aparecer como una bengala en una noche oscura para ellos, pero no escuchaba el
zumbido de los deslizadores aéreos, solamente el viento que golpeaba la montaña
que había dejado atrás, una que había dejado de ver cinco minutos después del
choque. El vaho en mi casco reflejaba mi propia desesperación. Dieciséis.
Quince. Catorce. Trece. Mis pasos empujándome hacia adelante, hacia
Tierra Cero, de donde había venido a investigar la montaña. Creí ver entre la
niebla los cuerpos de mis compañeros muertos en el accidente, pero eran apenas
vagas sombras producto de mi imaginación. Doce. El pitido de emergencia
comienza a fastidiarme y siento un tic en el ojo izquierdo, debajo del globo
ocular. Desearía poder callarlo, pero en situaciones de extremo peligro, el
traje manda la señal de emergencia al puesto de avanzada más cercano. Me
pregunto si estarán ahí.
Once. Diez. Nueve. A lo lejos creí ver a un animal. Era grande, con
patas musculosas y una especie de cornamenta más grande que la de cualquier
alce que hubiera visto jamás. Quizás esté alucinando, porque no hemos
encontrado rastros de vida en esta roca congelada tras meses de investigación,
pero de pronto escucho a lo lejos una especie de aullido, mezclado con lo que a
mis oídos febriles suena al mugido de una vaca. No sé qué pensar. Ocho.
Siete. Nada que comentar.
Seis. Mi mente decide huir del frío al calor del hogar, a la cabaña
donde mi mujer y yo llevamos a los niños durante el verano. El aroma del
pescado ahumado que conseguimos en la mañana, el tenue calor de la fogata en
una noche fresca de verano, la sonrisa de mi mujer cuando le digo que nuestras
vidas cambiarán para mejor una vez que viajemos a lo más profundo del espacio,
en busca de un mejor lugar para vivir. Su sonrisa de aceptación ante algo que
no puede detener. Fue la última vez que vi cómo su sonrisa se desmoronaba ante
mis ojos. Cinco. La última tarde en la cabaña, en la que ambos vimos el
amanecer salir tras el monte, en donde el sol cubrió lentamente la superficie
cristalina del lago al que jamás he de volver. Cuatro. La tierra húmeda que
toco con mis manos desnudas, la suave sensación de la humedad. Tres. Muevo todo
mi cuerpo para que las coyunturas no se congelen; me bamboleo de forma casi
cómica para seguir adelante, para aprovechar lo que me queda; el visor del
casco que comienza a resquebrajarse en la parte superior, pues la presión llegó
a su límite. El viento sopla con más fuerza y la nieve me impide ver más allá
de mis propias manos. El mundo gris que me rodea comienza a oscurecerse.
Dos. El pitido es insoportable y grito de agonía y frustración. Nadie va
a venir, lo sé. Una baja no es nada para el Nuevo Mundo, para la colonia, para
nadie allá adentro excepto mi familia, a quien van a pagarle de sobremanera. Al
menos no la veré a ella llorarme. Eso me consuela un poco.
Sesenta segundos. Pienso en mi vida, en mis amigos, en mis amores, en
ella y en mi familia. En los que se han ido, en los que no veré más, en que
tenía tantas ganas de poder tomar una última taza de chocolate caliente
arropado junto a mi esposa, pensando en un mejor futuro. Siento cómo cae mi
cuerpo a la nieve y se nubla mi visión. Miles de pequeñas agujas perforan la
coraza térmica y siento frío, mucho frío. Distingo una figura a lo lejos, entre
la niebla, la criatura con cornamenta. Se acerca despacio y antes de cerrar los
ojos, la ventisca se detiene por un segundo y contemplo a la criatura.
Aún en este mundo frío, hay belleza, después de todo
Comentarios
Publicar un comentario