#RetoRayBradbury -Semana 2-

Clic-clic.



Eran las tres de la mañana cuando escuché el disparo.

Me incorporé rápido, guiado por el instinto de supervivencia más que por el deber de hacerlo. En mis manos ya tenía el revólver que dejé en la cómoda y apunté contra la puerta. Nada. Lo único que escuché fue el pasar de un auto abajo, en la calle oscura. Al levantarme, los resortes de mi cama crujieron quejándose de mi sobrepeso y encendí la lámpara en la mesilla de noche. Afuera, el mundo dormía mientras mi sueño había sido perturbado por un disparo que quizás no vino de ninguna parte. De todas formas, decidí investigar. Alguien iba a tocar a mi puerta tarde o temprano y era mejor salir antes que esperar a los vecinos nerviosos.

Aún con el revólver en la mano, me puse la bata, me calcé mis sandalias y apagué la lámpara para salir de mi habitación, cruzar la salita y llegar a la puerta, donde la señora Norvind ya me estaba esperando.

-¡Un desastre, detective, es horrible!- dijo la anciana, casi al borde de la histeria.

-Cálmese y cuénteme, señora Norvind- le dije, usando mi voz de policía bueno. 

-Angus y yo estábamos dormidos cuando escuché unos gritos abajo, en el tercer piso, y luego ese horrible sonido. Mi Angus está mal del corazón y se asustó mucho y luego el disparo pasó cerca de nosotros, lo juro por Dios, detective, pasó por el suelo y siguió hacia arriba... ¡Estaba muy asustada!-

Le aseguré a la anciana que todo estaba bien, que entrara de nuevo y tratara de dormir. Ella asintió y murmuró algo sobre su esposo mientras entraba de nuevo y cerraba la puerta, trabándola con la pobre aldaba de dentro.

Bajé las escaleras del fondo, apenas iluminado por un foco que titilaba, creando sombras extrañas a esas horas de la mañana. Para cuando llegué al tercer piso, juraba que algo iba tras de mí, pero que no se dejaría ver mientras yo estuviese alerta.

Caminé por el pasillo tenuemente iluminado, mirando las paredes sucias y las puertas de los departamentos abandonados, las puertas en mal estado y desmoronándose por las termitas. Agucé el oído buscando algún ruido que me guiara en la dirección correcta, pero sólo escuchaba el zumbido de la máquina de refrescos que llevaba vacía más de siete años y los focos amarillentos que daban un aspecto más destartalado al lugar. Crucé el pasillo de los 100 y mientras me dirigía al pasillo 200, se escuchó otro disparo. Desenfundé y en dos segundos estaba frente al 206; derribé la puerta y me encontré con algo digno de una película de horror: los muros estaban llenos de sangre fresca, en la mesa del centro se encontraba lo que pensé era materia gris y en el suelo un cuerpo femenino, apenas reconocible. Cerré la puerta y revisé todos los cuartos, incluida la cocina y el cuarto de lavado. Vacíos todos. Parecía que no había habido actividad humana en el lugar en días, a juzgar por la capa de polvo en la lavadora. 

Me acerqué al cuerpo y lo moví con el pie: una mujer joven, su rostro pálido y la mirada perdida, como si tratase de ver el enorme agujero que tenía en la cabeza. Parte de su cerebro quedó en la mesa y en el suelo; para cuando la moví de nuevo, sus vísceras cayeron al suelo con un ruido sordo y un aroma pestilente. No había huellas o un arma: era como si algo le hubiera volado la cabeza de la nada. Antes de salir y contactar al precinto, encontré una libreta de piel ensangrentada en el piso: al abrirla, estaba llena de dibujos y letras que no pude entender. Bueno, por algo se empieza. Llamé a la caballería y dejé que se encargaran en lo que iba a recostarme en el sillón de mi casa. Supuse que sería una larga noche.


El veredicto llegó dos días después: la mujer, ahora con rostro y nombre, Connie Barstow, había sido asesinada en su apartamento alrededor de la medianoche del jueves de la semana pasada. Aunque aún de forma incierta, se especulaba que el arma en cuestión había sido algo parecido a un arma de presión, como las que usan para matar ganado, debido a la enorme cantidad de fuerza que se necesitó para perforar un cráneo con un objeto cilíndrico de por lo menos unos diez centímetros de diámetro. La parte trasera de la cabeza de la señorita Barstow estaba hecha pedazos, tanto así que podías ver del otro lado (un agujero mortal, dijo en broma el forense, según me comentaron después). La policía no logró conseguir más información sobre el segundo disparo que escuché mientras caminaba por el pasillo, pero algunos curiosos juraron ver una figura moviéndose entre los techos, camino a los muelles. Como siempre, escuché en incontables ocasiones que "estaba muy oscuro", "estaba asustado" y cosas por el estilo que no ayudan en nada.

Al final de esos dos días en los que había sido interrogado por lo menos cinco veces, pude alejarme del precinto con una camisa sucia, llena de manchas de sudor y café, una corbata arrugada y un saco con más hedor a cigarro que a mi propio olor. Llegué a mi apartamento, me lancé a la ducha y para cuando salí, miré por la ventana. La ciudad me dejó ver ese tono rojizo y azulado de finales del verano, cuando el viento comienza a soplar fuerte y las hojas empiezan a caer. No faltaba mucho para que los niños corrieran por las calles y pasillos, disfrazados de monstruos y vampiros, pidiendo dulces y gritando y saltando por la sobredosis de azúcar en sus cuerpos. 

Anocheció como siempre. Arriba la radio de los vecinos judíos, a mi izquierda los gritos de los Johnson porque de nuevo Alisha necesitaba dinero para sus hijos y Joe, el muy malnacido, no llegaba con el dinero que el Estado le obligaba a entregar mes con mes. A mi derecha el sonido casi sobrenatural de una cama moviéndose rítmicamente, al son de un gemido que no supe descifrar. Al tenía una nueva amante, supuse, porque su esposa no gemía así, eso lo sé tras años de escucharla fingir orgasmos. Abajo, la verbena habitual de una calle concurrida. Saqué una cerveza del refrigerador, me senté en el sillón y encendí la televisión, aunque realmente no estaba mirando las noticias. Algo había captado mi atención.

Normalmente soy más cuidadoso con la evidencia que llevo a casa. La envuelvo en plástico, uso guantes para evitar dejar huellas, trabajo minucioso para encontrar una pista más en la búsqueda de ese nuevo encabezado en el periódico local. Pero en esta ocasión, tomé el libro con las manos y me senté con él. Bebí un trago mientras abría la libreta y la hojeaba con algo de curiosidad: estaba llena de signos desconocidos, de un lenguaje que no había visto nunca, lleno de figuras que a primera vista no significaban nada, apenas figuras sin forma que no llevaban a ninguna parte. La última anotación mostraba el tosco dibujo de una especie de puerta, cubierta con símbolos, quizás satánicos, pero bien pudo ser que la mujer era una loca que se metió demasiado en asuntos de ocultismo por aburrimiento o mórbido interés.

Sin embargo, la libreta se sentía ligeramente más pesada de lo que una libreta normal se debería sentir. Estaba llena de dibujos y notas, claro, pero algo me decía que había algo más en ella. La dejé en la mesilla de al lado y apagué el televisor, para largarme a dormir un rato. Al recostarme y cerrar los ojos, tuve la ligera sensación de que había algo en la habitación, mirándome. No había experimentado algo así desde hacía muchos años: esa sensación infantil e instintiva del miedo a lo desconocido, al Coco, a aquello que se esconde en las sombras. Y entonces los vi. Fue apenas un momento, pero en la oscuridad de la esquina de mi habitación, sentí su presencia, sus ojos, moviéndose despacio, examinando todos mis movimientos, el crujir de sus huesos delgados y flexibles, moviéndose como las patas de una araña gigantesca, sonriendo, mostrando los dientes, ávido de alimento. 

Sin dejar de mirar la esquina, mi mano se desliza despacio por entre mis sábanas, en dirección a la cómoda, donde tengo el revólver. Puedo sentir cómo nota el movimiento, cómo mueve los ojos en dirección al pequeño bulto que es mi mano, cómo sus patas se tensan y se preparan para saltar. Creo escuchar, en medio de la oscuridad, el rechinar de unos dientes largos y afilados, listos para arrancar mi carne.

En el momento en el que mis dedos rozaron la culata del revólver, noté un cambio, un breve movimiento en las articulaciones de aquella sombra, un movimiento preventivo, de ataque. Su postura cambió en la tensión de sus músculos y para cuando tomé el arma, se abalanzó sobre mí y disparé en la oscuridad. 

Clic-clic, escuché en la noche eterna. El sonido de sus dientes. Clic-clic.

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