El Mago y la Tormenta
Esa
noche, el mago despertó sobresaltado por los truenos. No esperaba una noche de
tormenta. Maldijo en voz baja y se levantó de su camastro para acercarse a la
ventana de la torre. Afuera, las olas impactaban la base de la torre y la
costa. Los rayos iluminaban las enormes crestas de las olas que golpeaban su
torre y los muelles, mientras el cielo se iluminaba de un gris denso y, de vez
en cuando, podía verse esa extraña y tan poco común luminiscencia verduzca de
algún rayo con más energía de lo habitual. El viento se lanzaba de forma brutal
contra las paredes de roca y estremecía toda la torre, lo que hacía que el mago
se sintiera en medio de la tormenta en un barco grande y hueco. Minutos
después, comenzaron a escucharse pequeños golpeteos en la cima, que sonaban
como guijarros lanzados a toda velocidad. El mago se extrañó pues no era época
de granizo, pero esta tormenta sin duda era inusual.
Tras
deliberarlo por un segundo, decidió que no podía dejar que una tormenta tan
agresiva siguiera su camino por la zona, pues terminaría destruyendo las
huertas y las granjas de peces de toda la costa. Lo que significaba menos paga,
por supuesto. Encendió la lampara que colgaba del techo con un gesto de su mano
y chasqueó los dedos para que su ropa cambiara, de un suave camisón de lino a
una capa gruesa de color marrón, botas de piel de castor y pantalones
resistentes al frío. Se acercó a su mesa y tomó con delicadeza sus dos guantes
mientras colocaba las gemas con sumo cuidado; dos pequeñas joyas circulares con
brillo propio, una azul y una dorada. Colocó la dorada en el guante izquierdo y
la gema azul en el guante derecho. Una vez que se ajustó las correas de los
guantes para que no huyesen, trepó por una tosca escalera de madera hasta una
pequeña semi habitación en la cima de la torre. En ella, se encontraba una
puerta trampilla en el techo, con una aldaba de hierro oxidado, la cual jaló
con fuerza para abrirla hacia dentro. Afuera, la lluvia rugía con toda la
potencia de un huracán: los vientos movían sus ropas en todas direcciones y el
suelo era resbaloso, pero el mago permanecía inerme ante los elementos. Para él,
un veterano de la magia del clima, esto era apenas el inicio del combate.
Cerró
la trampilla con su bota y se colocó en el centro de la torre, en donde un círculo
con runas comenzaba a brillar con un tono rojizo. El mago murmuró unas palabras
y el círculo lanzó un destello carmesí hacia el cielo, el cual comenzó a
retumbar. Presionó la joya azul con el índice izquierdo y levantó la mano hacia
donde caía un rayo de color verde. Inmediatamente la lluvia se detuvo; las
gotas dejaron de caer y el mundo se sumió en un silencio antinatural, apenas
interrumpido por el movimiento de las olas, muchos pisos abajo. El mago sintió
su respiración lenta y pausada, sus movimientos se habían tornado ligeramente
más lentos y aquella opresión en el pecho comenzó a hacerse notar. Por unos
momentos, temió lo peor. Mantuvo su diestra levantada mientras murmuraba un
poco más y la joya en su mano izquierda comenzaba a brillar, primero con la
fuerza de un Sol, para comenzar a tornarse opaca al mismo tiempo que la joya
azul brillaba con mayor intensidad. La tormenta volvió a desatarse, esta vez
casi enloquecida, mientras los rayos caían ahora cerca de la torre, en los campos
y bosques aledaños, donde impactaban con los árboles y el mago lograba escuchar
a los arboles caer por entre el viento y la lluvia. El círculo rojizo comenzó a
expandirse, fuera de los límites de la torre, lleno de runas y caligrafías
olvidadas hace tiempo atrás, mientras la joya opaca del guante comenzaba a
vibrar y la joya azul empezaba a calentarse apenas ligeramente. El mago sabía
que se acercaba el momento y, como siempre, lo invadió esa sensación de terror
al saberse frente a la Naturaleza propia. No quiso recordar cómo es que había
llegado hasta ahí, aun cuando desde niño había mostrado aptitud para manejar el
clima. No se consideraba el mejor, pero sí era tremendamente bueno, o al menos,
eso se decía mientras preparaba lo necesario para el encantamiento final.
Los
rayos súbitamente comenzaron a golpear la torre del mago. Destellos de luz
blanca y cegadora golpeando las paredes de roca en un intento desesperado de
destruir a su enemigo. Comenzaron en la base, luego en la puerta, la cual fue
destrozada y sus restos quedaron completamente calcinados. Dentro, la lluvia y
el granizo entraron por la puerta y destruyeron todo lo que el mago apreciaba:
libros, pergaminos antiguos, su ropa, velas y madera para el invierno. La
comida quedó esparcida por el suelo y el viento se encargó de llevar mugre y
lodo para contaminarla. Tuvo especial atención con los frascos y alambiques del
juego de alquimia del mago, los cuales se vieron reducidos a un finísimo polvo
de vidrio. El granizo creció al tamaño de pequeñas rocas que destruyeron los
vidrios y permitieron a la lluvia y al rayo entrar en la torre. La cama que le
había provisto de cobijo durante tantos años quedó empapada e inservible,
pues la madera se pudrió en casi un instante. Los estantes fueron derribados y
apedreados por el granizo y la escalera de madera se incendió cuando el viento
hizo caer la lámpara.
El
mago cerró los ojos y conjuró su última carta bajo la manga: unió ambas manos y
la luz de ambas joyas se tornó de un verde esmeralda, la cual brilló bajo el
cielo nocturno y pudo verse desde todos los rincones de la costa. El círculo
rojizo desapareció y en su lugar una luz verde y brillante fue tomando la forma
de una gigantesca ave esmeralda que apareció en la cima de la torre. El mago
apuntó sus manos hacia la cabeza del ave, la cual levantó la cabeza hacia el
cielo, el cual ahora no era más que una masa blanca llena de relámpagos, los
cuales comenzaban a caer en la cima. El mago temblaba de miedo y de poder, pero
miró desafiante a la tormenta y en su corazón supo que quizás no podría
detenerla, pero que de todas formas iba a intentarlo, aun así le costara la
vida. El viento ocultó el rugido de furia del hombre mientras levantaba las
manos y el ave levantaba el vuelo, dejando remolinos de energía pura tras de
sí, hasta que se lanzó directamente al ojo de la tormenta y cuando impactó, el
mundo se tiñó de verde.
Los
pobladores encontraron que todo alrededor había sido severamente dañado tras la
noche de tormenta. Algunas casas fueron arrancadas de cuajo como si un gigante
hubiera decidido tomarlas con una mano y en las calles abundaban los peces
muertos, quienes se agitaban para respirar en un agua que no se encontraba
allí. Lentamente, el hedor se hizo insoportable, en especial cuando comenzaron
a descubrir los cuerpos: hombres y mujeres hinchados con una tonalidad azul
desagradable, sus cuerpos con infinidad de pústulas que al ser reventadas
expulsaban un líquido blancuzco y apestoso. Una plaga, dijeron algunos. Sin
embargo, ninguno de los pobladores osó acercarse nuevamente a la torre del
Mago, la cual podía verse desde toda la comarca. La cima estaba en ruinas, los
alrededores parecían haber sido quemados de tal forma que nunca volvería a
crecer la hierba y del Mago que alguna vez habitó la torre y cuidaba al pueblo
de las inclemencias del tiempo, no se encontró nada. Sin embargo, los pocos
valientes que se acercaron a la torre huyeron despavoridos y prohibieron la
entrada, ya que en la pared interior de la Torre encontraron un símbolo que
conocían desde tiempos antiguos, uno que anunciaba los desastres que estaban
por venir.
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