#RetoRayBradbury - Semana 7-

Igor.



La criatura por fin había sido eliminada. Sus restos, desperdigados por el suelo, eran una masa informe y achicharrada, pasto de las llamas. Horas después, los aldeanos, tras apagar el fuego del castillo, recogieron los restos con palas y picos y los enterraron en el camposanto de la aldea, para después colocar una cruz de madera y dejar que el sacerdote rezara lo necesario, lanzando una copa de agua bendita sobre la tumba. Los aldeanos respiraron aliviados y comenzaron a celebrar en la taberna local, contando historias sobre el Doctor, su monstruosidad y sobre sus difuntos, por los que brindaron una y otra vez, hasta muy avanzada la noche.


Dentro del castillo en ruinas, una figura avanzaba despacio, malherida por las quemaduras. Trató de caminar, pero cayó a tierra y comenzó a arrastrarse entre los escombros. Su respiración agitada removía el polvo y sentía que estaba a punto de perder el conocimiento. Se acercó a donde habían estado los restos de la criatura y comenzó a remover los escombros alrededor, buscando incesante, hasta que por fin encontró lo que buscaba: era apenas un pedazo, pero a la tenue luz de la luna, logró ver que era un dedo verdoso y rígido. El hombre tragó saliva, pensando seriamente en lo que estaba a punto de hacer: apretó los dientes y sintió un dolor agudo en su cuerpo, especialmente en sus piernas: el fuego había sido bastante agresivo con sus piernas. Tomó el dedo con su mano derecha, suspiró y metió el dedo a su boca: éste tronó mientras rasgaba la piel y el músculo y el huesillo se rompía. Trató de pensar en otras cosas mientras masticaba lentamente y con asco el dedo hasta que por fin, tragó la primera parte. Para cuando terminó de comer el dedo, sintió un mareo extraño que le provenía desde el estómago y le recorría todo el cuerpo: quiso gritar, pero la voz no le salía de su garganta y escuchó con horror el crujir de todos sus huesos antes de, finalmente, caer inconsciente entre el polvo y los escombros.


Días después, un viajero llegó a la aldea. Sus ropas estaban sucias y desgarradas, el cabello lo llevaba largo y sucio y cojeaba de una pierna; dos campesinos lo encontraron y lo llevaron al físico de la aldea, quien lo revisó detenidamente y observó que el hombre tenía una salud excelente, a excepción de algo que lo hizo retroceder con horror al verlo: en medio de su pecho había un pequeño agujero negro que comenzaba a dispersarse en forma de pequeñas venas negras y verdes sobre el pecho del hombre. Cuando éste despertó, se incorporó rápidamente y corrió al primer espejo que encontró; el físico observó con curiosidad la manera en la que el hombre se miraba al espejo: parecía conmovido, especialmente al ver su espalda erguida y sus hombros rectos. Con lágrimas en los ojos, el extraño abrazó al físico y salió de la cabaña, dando saltos de alegría.

-¡Espera!- gritó el físico- ¿cómo se llama usted, extraño?-
-¡Igor!-gritó el hombre, corriendo por la calle principal hasta perderse de vista.


Meses después, nos encontramos con aquel extraño personaje laborando en los sembradíos. La historia del joven mozo que llegó un día a la aldea y salió corriendo de la casa del físico se contaba con risas de por medio en la taberna local. El joven comenzó a trabajar laborando en los sembradíos ese mismo día, para después hacerse de una choza de madera en las afueras de la aldea. Era amable, honesto y trabajador y parecía nunca cansarse. También poseía una fuerza bastante fuera de lo común para ser un hombre de constitución tan escuálida: era capaz de mover a una vaca él solo, de cargar muchas libras de paja y podía remover troncos grandes por su cuenta; esto hacía que las jóvenes solteras y viudas de la aldea lo miraran como un buen prospecto para comenzar una familia; sin embargo, el joven trataba de permanecer alejado de los aldeanos cuanto podía, aunque de vez en cuando se le viera en la taberna, conversando con forasteros y coqueteando con las hijas del tabernero.

Una linda tarde de otoño, mientras la gente se preparaba para el festival de la cosecha y comenzaban a prepararse para el invierno, una mujer entró corriendo a la plaza: “¡El Diablo, el Diablo ha vuelto a nosotros!”. Dos hombres la siguieron hasta un callejón lleno de basura y ahí encontraron algo que les hizo santiguarse: entre la basura, medio devorada por los perros y las ratas, se encontraba el cadáver de una mujer joven. Tenía la piel pálida y la mirada perdida y mostraba marcas oscuras en su cuello, como si hubiera sido estrangulada. Los hombres retrocedieron asustados, porque las marcas que vieron en el cuello de la joven les recordaron a otras que habían visto muchos años antes, pero en el cuello de una niña pequeña que había sido sacada del río. Al día siguiente, domingo, la gente gritaba en la iglesia del pueblo. El sacerdote pidió silencio a los presentes y les aseguró que todo estaba en orden, que los restos de la Criatura habían sido enterrados bajo una cruz y rociados con agua bendita, que esto sólo podía ser obra de uno de los forasteros y que debían tener cuidado. Esa noche, a la luz de las antorchas, los aldeanos hicieron rondas alrededor de la aldea, llevando a la mano sus machetes y trinchos, en caso de que llegaran a ver cualquier cosa extraña. La neblina que provenía del río le daba a las calles vacías una vista aterradora y los aldeanos no podían hacer más que santiguarse y aferrarse a sus pequeñas cruces de madera, rogando porque los demonios no llegaran desde el cielo nocturno y se los llevaran al bosque. Avanzaban en grupos de dos a tres personas, vigilando las calles en silencio. El repiqueteo de sus zapatos en los adoquines producía un eco que les hacía mirar en todas direcciones, esperando ver “algo”. A lo lejos, el maullido de un gato resonaba en la noche y las calles desoladas. El crepitar de las antorchas hacía que los hombres contuvieran la respiración, mientras miraban por la calle principal, el distrito del mercado y, finalmente, los muelles. Un hedor pestilente provenía de los almacenes y callejones; los aldeanos se apretujaban en las calles, aterrados, mientras recordaban las historias de los demonios, monstruos y espectros que habitaban los muelles durante la noche.

Uno de ellos logró ver entre la bruma a una figura correr por entre los callejones y los aldeanos comenzaron la persecución, armados con antorchas, trinchos y hoces, persiguiendo a la elusiva figura. Se separaron por entre las calles y comenzaron a buscar entre los callejones, vapuleando o pateando a los pobres y vagabundos que vivían ensimismados en su propia miseria. A lo lejos, se escuchaban unas pisadas en el pavimento que se perdían en la distancia y los hombres corrieron en tropel hacia donde se dirigía el sonido, caminando entre callejuelas sucias, basura y una cantidad tan asquerosa como sorprendente de olores. Finalmente, llegaron al embarcadero, en donde un galeón esperaba a la mañana siguiente para hacerse a la mar. Fue aquí donde volvieron a ver a la figura moverse hacia el barco. De pronto, comenzaron a escuchar gritos de auxilio y de rabia, que iban desapareciendo uno a uno en la noche. Temerosos, avanzaron despacio y subieron a bordo, para encontrar en cubierta a algunos marineros muertos: sus cuellos rotos, la cabeza de algunos casi separada del tronco, todos ellos con las mismas marcas negras que habían visto hacía tan poco tiempo, pero que les pareció una eternidad.

Del otro lado de cubierta, mirando hacia el pueblo, una figura se posó frente a ellos. La figura era delgada y sus facciones eran escondidas por la bruma, pero los tenues rayos de la Luna mostraron que aquel hombre iba sin camisa y en el centro de su pecho se encontraba algo que los hizo retroceder: un agujero negro, del que cientos de pequeñas venas oscuras se desprendían por todo su cuerpo. La figura tenía un hedor a muerte y descomposición y los hombres lograron ver que pequeñas pústulas en su pecho comenzaban a explotar, dejando un líquido verdoso en la madera de cubierta. El viento sopló por estribor y el hedor se intensificó mientras la criatura avanzaba hacia los pobladores. Éstos, antorcha en mano, avanzaron despacio, preparándose para atacar. Uno de ellos logró acercarse lo suficiente como para usar su trincho y empalar a la figura justo en el pecho: el hedor se hizo aún más penetrante y la figura pareció inmóvil por unos momentos, para después levantar las manos y arrancar la cabeza del hombre en apenas unos segundos. Los pocos pobladores que sobrevivieron a aquella noche juraron haber escuchado un grito grave que se convirtió en agudo en apenas unos instantes, mientras la criatura lanzaba la cabeza al grupo. Los hombres huyeron y la criatura los persiguió a una velocidad demoníaca; uno a uno, los que se quedaron atrás fueron atacados y sus gritos fueron acallados por un sonido más espeluznante: a veces un golpe seco, otras veces un sonido como si una enorme nuez fuese rota. Los hombres restantes se separaron y sólo dos de ellos lograron llegar a la taberna a tiempo, explicando jadeantes la situación. Nadie osó salir de nuevo aquella noche.

A la mañana siguiente, para sorpresa de todos en el pueblo, fue encontrado el cadáver del joven Igor cerca del barco. Ninguno de los dos hombres que lograron llegar a la taberna recordaron haberlo visto mientras perseguían a la criatura.  Su cuerpo se encontraba en un estado de extrema putrefacción, al grado de que, al levantarlo, la cabeza se separó de sus hombros, soltando un hedor indescriptible. Los hombres, asqueados, lo envolvieron en una tela y le prendieron fuego en las afueras, mientras las jóvenes y viudas le lloraban por igual.
        
    Horas después, encontraron el resto de los cadáveres perdidos entre las callejuelas del distrito de los muelles: algunos de ellos estaban completamente desnudos y sin pertenencias y otros parecían haber muerto de miedo puro, debido a la mirada que tenían en sus rostros. Sin embargo, por más que buscaron, nunca pudieron encontrar el cuerpo del leñador de la aldea: un hombre robusto de barba incipiente y canosa. Se le consideraba el hombre más fuerte de las aldeas vecinas y el único capaz de mover un caballo únicamente con fuerza bruta. Un hombre así debería haber sido fácilmente encontrado, aún muerto, pero hasta el día de hoy nada se ha sabido de él.

Sin embargo, lo que el sacerdote de la aldea y los enterradores encontraron extraño fue que, mientras retiraban los restos calcinados de Igor de la pira, descubrieron que uno de sus dedos había desaparecido, como si alguien -o algo- hubiera arrancado el dedo para llevárselo como un macabro trofeo.

Comentarios

Entradas populares de este blog

#RetoRayBradbury - Semana 16-

#RetoRayBradbury -Semana 10-

El Hombre que Corría